Del “sed perfectos como Dios es perfecto”, al desfigurar a Dios para que nos resulte más fácil alcanzarlo
(Lc 17, 11-19)
I N T R O D U C C I O N
En una sociedad donde lo que más se buscaba era la estabilidad, lo importante era crear un ambiente de solidez, autoridad, obediencia, uniformidad, monocolor. Y esto, a todos los niveles.
Para esto, lo necesario era instalar unas columnas; de esas que pueden tener “propio peso”, o son consideradas como “de peso”.
En definitiva, que nos faciliten la inamovilidad y nos dificulten cualquier posibilidad de cambio.
Y quien quiera salir en la foto, ya sabe: apoyar y/o acallar.
En un escenario así, ya se sabe que la religión jugaba un papel importante. Y añoraba ansiosamente una participación en esta línea.
De modo que: manos a la obra.
Vamos a entrar, en esta introducción, analizando una cuestión que no, por mucho manosear ha perdido importancia. Se trata de Dios. El término nos sale con toda normalidad. Pero, si nos detenemos un momento y lo miramos, no podemos evitar una sensación de vértigo. Que estamos hablando del Absoluto. Nada menos. Y que esto abarca lo nuclear de la religión, y la universalidad de cuanto existe.
Es verdad que a Dios, “nadie le ha visto nunca”. Pero, no hemos parado de imaginárnoslo. Y, en esta operación de alcanzar su esencia, nos hemos servido de los condimentos existentes y más eficaces para nuestros objetivos.
Decíamos que Dios es “amor”. Pero, con tanta dulzura, el ambiente se iba a edulcorar en exceso. Sería muy difícil conseguir un orden considerable con tan poco “nervio” o sin “mano dura”. Porque, además, la gente se acostumbra a todo, hasta el dulce. De modo que puede ser un tanto peligroso. Nos ocurre lo mismo a nosotros. Y para que todo llegue a buen puerto, hemos optado por utilizar unas dosis, siempre eficaces, de miedo. Además, los encargados de llegar al corazón de la humanidad nos vemos incapaces de conseguirlo. Es muy difícil, porque ni, entre nosotros, funciona. Sería tiempo perdido.
También, cómo sería posible orientar el proceso para una experiencia de sentirnos queridos y acompañados desde lo más profundo de nosotros mismos por Dios que nos ama. Además de dudar de la eficacia de la orientación, nos vemos poco expertos para facilitar la llegada a buen puerto en lo íntimo del ser humano. Por eso, optamos por amedrentar. Lo del “infierno”, el “castigo”, la “pérdida de la gracia” un segundo antes de morir, la “entrevista con Dios” sobre el conjunto de nuestras vidas, etc… han sido elementos generosamente utilizados, tanto es así, que conozco a quien hubiese preferido no haber nacido con tal de no enfrentarse ante semejante riesgo.
Tenemos que reconocer que hemos sido injustos con el Dios de Jesús. Razón tenía El cuando, ya en el Antiguo Testamento, nos aconsejaban no construir ninguna imagen suya. Del tipo que fuese. Felizmente, hoy tenemos la oportunidad de sanar esa “mala prensa” que hemos construido respecto al que nos ama tanto que ha sido capaz de dar su vida por amor. Y, también, nos podemos acercar a no tener miedo de ensayar que el amor, en este caso, nada menos que el de Dios, es capaz de remover nuestras fibras cordiales, creando en nosotros un deseo de corresponder con la misma actitud.
Cómo es posible tener miedo a equivocarse con el amor de Dios, cuando Él ha sido capaz de “entrar” en el ámbito de lo finito. Todo un océano en la “cabida” de un dedal.
Por qué dudar del amor de Dios. Nosotros no somos la medida de sus posibilidades. Cuánta frustración habremos creado en lo alto y en la planta baja.
TEXTO DEL EVANGELIO: Lucas 17, 11-19
Aquí, parece que el tema a considerar puede ser, entre otros, el “agradecimiento”. Hay, ciertamente, otros puntos dignos de ser mencionados. Pero, la síntesis de todos, lo encontramos (cuando se nos hace un regalo) en: “y qué se dice? “Gracias”.
Y, resulta, que nos podemos preguntar: “ser agradecidos”, pero desde dónde; por qué. ¿Por ser educados? ¿Para no quedar en ridículo? ¿Para posibilitar otros añadidos obsequios? ¿Para “ganar puntos”? ¿Para dejar en buen lugar al “donante”?
Vamos a centrarnos y a ahondar en el acontecimiento.
La situación de los leprosos en tiempos de Jesús, era, de verdad, humillante: no podían vivir con los demás; tenían que situarse al margen del pueblo, a las afueras, en las montañas, en lugares solitarios. Para poder moverse entre la gente, tenían que llevar sonando una campanilla para que se sintiese que muy cerca había alguien indeseable, peligroso. Este mismo detalle nos puede hacer pensar en que ellos (los leprosos) al tener que sonar su campanilla, asumían, aceptaban, lo tenían tragada, su propia peligrosidad. Su autoestima tenía que estar “en los infiernos”, porque más abajo no se podía ir.
Eran diez. Se acercan a Jesús y le piden les curen. El Maestro les sugiere vayan a los sacerdotes para que les extiendan el certificado de su curación. Se ponen en camino y sienten el cambio en su cuerpo. Todos están curados. Sin embargo, nueve de ellos siguen en busca de su documento de salud. Uno, sintiéndose limpio, dio media vuelta y acudió donde Jesús para darle las gracias y darle a entender su convencimiento de que él (Jesús) fue la causa del cambio.
Los diez se sintieron limpios al dirigirse a los sacerdotes. Pero, los nueve, posiblemente, veían en el certificado que les iban a entregar un plus de seguridad de su curación.
Sin embargo, el samaritano, que es el que volvió, sintió que la fuente de la salud era Jesús, y que no dependía en ningún momento del certificado sacerdotal, porque ya estaba curado.
Aquí podemos atisbar una diferencia entre la “espiritualidad” y la “religión”. La primera es el manantial, el origen, la causa. La segunda es un certificado que confirma la sanación. Dicho documento es el “dedo que señala la luna”, pero sugiere que no hay que quedarse embobao en él mismo. Hay que mirar más allá todavía: a la fuente, a la luna.
Desde este convencimiento es donde podrá surgir en nosotros la actitud verdadera. Lo que nos salva no es la “religión”, la estructura. Lo que nos transforma es la “espiritualidad”, el “aliento de Dios”. Lo cual nos conducirá de manera lógica a desarrollar en nuestro interior una actitud de agradecimiento.
RECUPERAR LA GRATITUD A DIOS
La gratitud a Dios puede ser el primer paso para renovar interiormente nuestra relación con Él.
Acostarnos y levantarnos dando gracias a Dios; así aprenderemos a dar gracias.
Dar gracias a Dios genera una forma nueva de relacionarnos con nosotros mismos, convivir con los demás, relacionarnos con las cosas.
Aprenderemos a ver la vida como regalo de Dios, y el vivir como un don suyo.
Para recuperar el ser agradecidos:
. captar lo positivo de la vida;
. asombrarnos por tanto regalo;
. tomar conciencia de la presencia de Dios dentro de
nosotros;
. valorar la amistad de las personas, la naturaleza, el
descanso;
. estar conscientes.
PORQUE: – es Dios el que nos regala,
buen hacer
José Cruz Igartua