Con estas líneas y otras que vendrán más adelante, queremos, sobre todo, animar el espíritu de nuestros compañeros de camino, para que vean algunos aspectos de lo que sucede en nuestro interior y den por válido el convencimiento que hay en todo caminante: “esto funciona”.
Efectivamente, a mí una de las cosas que recuerdo y me motivó en mi proceso meditativo, fue ver que aquello que estaba aprendiendo, efectivamente, tenía visos de ser eficaz, ser capaz de transformar al viandante. Todos habíamos salido “calientes” de unos ejercicios espirituales. Con muchos y buenos propósitos. Pero esa vez, daba la impresión de que era diferente. Y así hasta hoy.
Podemos pensar que, dentro de nosotros, tenemos dos árbitros. Sí, como los del fútbol. Uno, que siempre se está comparando con los demás: deseando ser tanto como ellos o molestándose porque ellos eran más que él. Y otro, que estaba conforme consigo mismo.
Esa “doble manera” siempre ha estado ahí, dentro de nosotros. Tal vez, es la realidad más presente y sobresaliente que acontece en nuestro interior.
Son como la cara y la cruz de una moneda. Con el más orgulloso, sentimos los deseos: “por qué a mí no me aplauden tanto”. “Por qué fulanito no es tan amigo mío como lo es con menganito”. “Este verano me gustaría cruzar el charco para que vean los padres de mis alumnos que yo también me puedo codear con ellos”.
Sin embargo, con el “sencillo”, pasan los días sin mayores necesidades, contento con las alegrías que la vida normal trae consigo, divirtiéndonos con los que se divierten, disfrutando del buen sabor de los momentos y de las cosas. Bien. Nos sentimos, algo así como una balanza de dos platillos, y ninguno de los dos pesa más que el otro. Hay tranquilidad, armonía. No hay sobrepeso ni en uno, ni en el otro.
El camino interior nos ayuda, en primer lugar, a conocer a estas dos fuerzas que nos ocupan. Sabemos cuándo sobresale uno u otro.
Según lo que sentimos, nos damos cuenta de qué fuente viene lo que experimento ahora. No soy como una barca a la intemperie. Sé quién es el remitente del “mensaje” que me duele, o de la sensación que me tranquiliza. Y percibo que no estoy vacío. En mí, algo ocurre. Y cuando algo siento, descubro la cara del que se mueve por dentro.
A estos dos árbitros no les hemos dado nombre. No es que sea preciso. Ya sabemos, en cada ocasión, a quién nos estamos refiriendo. Pero, para acostumbrarnos al argot que utilizamos en el campo de la interiorización, llamaremos al que “se mira al ombligo”, “ego” o “pequeño yo”. Al otro, el que se encuentra “sereno”, “abierto”, le llamaremos “realizado”, “maduro”.
El “ego” es el eterno engreído, chulo, egoísta. Y tiene la perspicacia de hacerse presente, también, en los momentos o campos más elevados. No se le ve, sólo, cuando huele a soberbia, envidia, desprecio. Cuando, por ejemplo, he estado meditando. Al terminar, tengo una sensación de que no me ha salido tan bien como me hubiese gustado. Y hago propósitos de, en la próxima, esforzarme más. Visto así, parece algo positivo. Pero, si miramos un poco más de cerca y con más detenimiento, observamos que en el fondo hay atisbos de inconformidad, de no aceptación, de deseos de, cada vez, “más y mejor”. Y si seguimos mirando, vemos que hay en nosotros un malestar porque nos cuesta aceptar nuestras limitaciones, nuestros estados de ánimo variados, nuestra impotencia. Y vemos que, más al fondo, hay un enorme deseo de ser “perfecto”, y si es como Dios, mejor. Y es claro que, de quien estamos hablando, es del “pequeño yo”. Mira, tan buenico que parecía, y resulta que gasta una leche que se atraganta.
Por eso, es importante mirar bien. Porque las “mascarillas” (en sentido negativo) también funcionan en nuestro interior.
El señor del “ombligo”, cuando tiene un mal momento, piensa que le falta ahora un momento bueno. Y, como no lo tiene, sufre. Y, claro, como lo que ahora tiene no le gusta, sufre. Y sufre el doble: porque no tiene lo que le gustaría tener, y porque tiene lo que no le gusta tener.
Sin embargo, el árbitro humilde ha aprendido a “torear” cuando hace sol y cuando llueve. Ha aprendido el arte de manejarse con los bueno momentos, para no perder la cabeza con la euforia. Y ha aprendido el arte de no dejarse atrapar en exceso por la tristeza, para no perder el sentido común.
Como vemos, las cosas del interior no vienen o van de manera automática. También, es preciso, que seamos nosotros los que, en un caso o en otro, tomemos la decisión adecuada, la correcta. Por qué me voy a entristecer por algo que todavía no ha pasado o no sabemos si pasará. Por qué desanimarme por algo que no puede ser real por ahora. Por qué ser insensato, simplemente porque algo me ha salido sumamente bien.
Como se ve, el mundo interior, a medida que lo vamos recorriendo en profundidad, nos resulta más lleno, curioso, interesante. Algo que, también, depende de nosotros. En definitiva, vamos intuyendo que el ser conscientes por dentro y caminar sabiamente es un verdadero arte.
En medio de todo, cada vez, más animados y esperanzados porque nos damos cuenta de que nuestra barca tiene un timón, no a merced del viento, sino manejado por nosotros. Suerte. Que, también, depende de ti.
José Cruz Igartua
DAR A LUZ O FACILITAR EL NACIMIENTO – Anawin
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